Introducción
De la ley de 1 de enero de 1900 a la de 23 de marzo de 1906 o de jurisdicciones
En el mes de octubre de 1899 se anunció en la prensa que el Gobierno llevaría a las Cortes la reforma del Código penal, previendo casos que hacían necesaria la suspensión de las garantías constitucionales, mediante la inclusión de algunos artículos referentes a los llamados delitos contra la Patria y la reforma del enjuiciamiento criminal en todo lo concerniente a la jurisdicción de los tribunales civiles y militares (La Correspondencia de España. Diario político y de noticias. Eco imparcial de la opinión y de la prensa, 2 de octubre de 1899; El Eco de Santiago: Diario independiente, 4 de octubre de 1899). Fruto de estos cambios, se promulgó la ley de 1 de enero de 1900, por medio de la cual se incorporó en el Código penal de 1870 el delito de rebelión por los ataques a la integridad de la nación española y las incitaciones a la independencia de alguna parte de ella (Sanz Delgado, 2004).
Desarrollo
Como es fácil imaginar, la medida antes descrita referida a los delitos contra la Patria y por ende de su enjuiciamiento criminal, , estuvo dirigida a contrarrestar los nacientes nacionalismos vasco y catalán y otros que pudieran surgir en España (Artículos 4 y 5 de la ley de 1 de enero de 1900; Ugalde Zubiri, 2012; Pich Mitjana, Martínez Fiol y Contreras Ruiz, 2018).
Durante la pérdida de Cuba, el Ejército, claramente antirregionalista y antiseparatista, tendió a exagerar los problemas catalanes, considerando que Cataluña iba a ser una segunda Cuba y sentía que cualquier muestra de desarraigo de la región era una ofensa al país y un menosprecio hacia las fuerzas militares que lo representaban.
El presidente del Gobierno, Montero Ríos, a fin de tranquilizar a los militares, presentó un proyecto de ley, que perseguía la suspensión de las garantías constitucionales en Barcelona. Sin embargo, la fuerte oposición a esta ley provocó su salida y la formación de un nuevo Ejecutivo el 1 de diciembre de 1905, presidido por Moret. Entre sus ministros se encontraba el general Luque, quien, apoyado por la prensa militar, consiguió que se adjudicase a la jurisdicción militar el conocimiento y castigo de los delitos “contra la Patria y el Ejército” (Suero Roca, 1979; García Soler, 1985). El proyecto de ley fue presentado en el Senado el 15 de enero de 1906. Las discusiones parlamentarias se sucedieron durante dos meses, primero en esta Cámara y luego en el Congreso.
En su discurso de presentación sostuvo Moret que “el ataque al Ejército es el ataque a la Patria: ambos se confunden en la colectividad…y que los tribunales militares tienen por nuestra legislación actual no sólo el derecho, sino la obligación de perseguir multitud de delitos de los que ofenden al Ejército directamente e indirectamente a la Patria” (Diario de las Sesiones de las Cortes. Senado, sesión de 15 de enero de 1906; La Correspondencia de España: diario universal de noticias, 16 de enero de 1906; La Atalaya: diario de la mañana, 16 de enero de 1906; El Cantábrico: diario de la mañana, 16 de enero de 1906; Diario de Burgos: de avisos y noticias, 16 de enero de 1906; La Voz de Alicante, 16 de enero de 1906; Noticiero extremeño, 16 de enero de 1906; El bien público, 16 de enero de 1906).
De las múltiples intervenciones que se produjeron en la discusión del proyecto en el Senado queremos destacar la de Guzmán, quien se preguntaba “¿pedimos que permanentemente, de una manera perpetua, los delitos contra la Patria pasen a conocimiento de la jurisdicción militar?. No señores senadores. Nosotros hemos pedido temporalmente, para acudir al remedio del mal inmediatamente, que estos delitos pasen a conocimiento de la jurisdicción militar, porque, a diferencia de lo que existe en la jurisdicción civil ordinaria, la característica de la jurisdicción militar, por sus procedimientos y por todas las condiciones que la rodean, produce una rapidez y una eficacia en el procedimiento que no puede tener la ordinaria…” (Diario de las Sesiones de las Cortes. Senado, 10 de febrero de 1906; La Correspondencia de España: diario universal de noticias, 11 de febrero de 1906; El Noroeste, 11 de febrero de 1906; El Eco de Navarra. Periódico liberal y defensor de los intereses de la misma, 11 de febrero de 1906; El tradicionalista, 11 de febrero de 1906; La Rioja. Diario Político, 11 de febrero de 1906).
Como hemos apuntado, tras el debate en el Senado, tocaba el turno del Congreso, donde resulta de interés mencionar el discurso pronunciado el 24 de febrero por el diputado Muñoz Chaves, quien también fue miembro de la Comisión, en su contestación a una anterior intervención de Salvatella. Frente a la opinión de este último, que no comprendía que en Cataluña hubiese necesidad de aplicar esta ley, le recordaba que el proyecto de ley había sido unánimemente aprobado en el Senado, mediante votación ordinaria y que se encaminaba a reprimir hechos acaecidos precisamente en Cataluña.
Le preguntó “¿no demuestra todo esto que en Cataluña existe un mal gravísimo que reclama múltiples remedios, pero, sobre todo, uno urgentísimo e inmediato, cual es la ley de represión que estamos discutiendo?”. Para justificar la necesidad de la ley acudió a los datos estadísticos que indicaban que desde 1900 hasta 1905 se habían incoado en Barcelona 144 causas, muchas de ellas por delito de injurias al Ejército, contra la Patria y de rebelión. A fecha 1 de enero existían 17 causas pendientes por delitos contra la Patria; 18 por delitos contra el Ejército y 9 por delitos de rebelión.
Por el contrario, en las restantes provincias españolas, salvo Vizcaya, no se había incoado ningún proceso por estos delitos. Le animó a reconocer que en Cataluña se habían producido hechos intolerables y que era imprescindible evitar que se repitieran. De ahí la necesidad de este proyecto, en los términos que en él se contenían. También rebatió la afirmación de Salvatella, quien vino a manifestar que se trataba de una ley contra Cataluña.
Ante esto le volvió a preguntar “¿es acaso una ley excepcional?, ¿es que regirá sólo para las provincias catalanas?. ¿No es una ley de carácter general para todo el territorio español?”. En su opinión, era obvio que no iba contra Cataluña. La ley simplemente se aplicaría a aquellos que atentasen contra el Ejército o la Patria.
Finalmente, ante la preocupación de Salvatella por el posible abuso que se podía provocar con la ley al ser una arma en manos del Gobierno para impedir la propagación de sus ideas y que convirtiera a Cataluña en un pueblo que no pudiera considerarse libre, Muñoz Chaves aseveró que conocía perfectamente cómo funcionaban las Audiencias y estaba convencido que en estos temas actuarían con la máxima rectitud e imparcialidad y que los tribunales militares harían lo mismo. Concluyó recordando que de los 146 procesos seguidos en el quinquenio de 1900 a 1905 no había recaído más que cuatro condenas, existiendo 80 sobreseimientos y bastante número de indultos. Sobreseimientos dictados, en gran parte, porque la legislación carecía de preocupantes defectos, que era necesario subsanar cuanto antes (La Correspondencia de España. Diario universal de noticias, 25 de febrero de 1906).
Hubo que esperar al acuerdo entre Segismundo Moret y Maura para que se aprobase la ley el 23 de marzo de 1906, llamada de jurisdicciones (Heraldo de Alcoy. Diario de avisos, noticias e intereses generales, 23 de marzo de 1906; El Eco de Santiago. Diario independiente, 23 de marzo de 1906; El Lábaro: diario independiente, 23 de marzo de 1906; El Radical: diario republicano, 23 marzo de 1906; Nuevo Diario de Badajoz. Periódico político y de intereses generales, 23 de marzo de 1906; La Región. Periódico bisemanal, 23 marzo de 1906; La Defensa. Diario de avisos y noticias, 24 de marzo de 1906).
Desde entonces, los tribunales militares juzgaron las ofensas cometidas contra las fuerzas armadas o la Patria. Los fiscales quedaban obligados a recurrir las sentencias absolutorias y cuando tres o más individuos de una asociación eran condenados por delitos contemplados por esta ley, aquélla podía ser suspendida (Cardona Escanero, 2004).
Esta ley de 1906 incluyó también, en el ámbito de la jurisdicción militar, los delitos cometidos por medio de la imprenta. Como afirma algún autor, presentaba tres características básicas:
una, la ampliación del ámbito de la jurisdicción castrense; otra, el establecimiento del delito contra la patria, concepto ambiguo y equívoco que permitía un amplio poder discrecional a los encargados de determinar en qué consistía éste y, una tercera, el empleo del procedimiento sumario en los procesos de esta naturaleza (Del Valle, 1981)
Se trató de una ley especial, que añadió al tipo de traición el separatismo cuando conllevase un levantamiento en armas. Precisamente, esto último fue lo que diferenciaba la regulación de esta norma con la ya comentada ley de 1 de enero de 1900, donde la conducta separatista era calificada como delito de rebelión (Corral Maraver, 2015).
Tras referirnos a los encendidos debates parlamentarios y a las principales singularidades de la ley, conviene que nos adentremos en su contenido. Para empezar estableció que cualquier español que tomare las armas contra la patria bajo banderas enemigas o las de quienes pugnaran por la independencia de una parte del territorio español sería castigado con la pena de cadena temporal en su grado máximo a muerte. Por su parte, quienes de palabra, por escrito o medio de la imprenta, grabado, estampas, alegorías, caricaturas, signos, gritos o alusiones, ultrajaren a la Nación, su bandera, himno nacional u otro emblema de su representación lo serían con la pena de prisión correccional. En la misma pena incurrirían los que cometieran iguales delitos contra las regiones, provincias, ciudades y pueblos de España y sus banderas o escudos (Vázquez-Portomeñe Seijas, 2001-2002; Rebollo Vargas, 2014).
Seguidamente, la ley se ocupó de quienes injuriasen u ofendiesen clara o encubiertamente al Ejército o a la Armada o a instituciones, armas, clases o cuerpos destacados del mismo, que serían castigados con la pena de prisión correccional. Y con la de arresto mayor en sus grados medio y máximo a prisión correccional en su grado mínimo quienes instigaren directamente a la insubordinación en institutos armados o a apartarse del cumplimiento de sus deberes militares a personas que sirvieran en éstos. También se indicó que la apología de los delitos comprendidos en esta ley y la de los delincuentes se castigaría con la pena de arresto mayor.
En lo atinente a la competencia para perseguir y castigar estos hechos delictivos se consignó que correspondería a los tribunales ordinarios de derecho la instrucción de las causas, siempre que los encausados no pertenecieran al Ejército de mar o tierra y no incurrieran por el acto ejecutado en delito militar. Cuando se cometieran al mismo tiempo dos o más delitos previstos en esta ley, pero sujetos a distintas jurisdicciones, cada una de éstas conocería del que le fuera respectivo.
Conviene también subrayar que en las causas que correspondía instruir y fallar a los tribunales ordinarios de derecho, el fiscal no podía pedir el sobreseimiento sin previa consulta y autorización del fiscal del Tribunal Supremo. Tampoco podía retirar la acusación en el juicio oral sino en escrito fundado, previa consulta y autorización del fiscal de la Audiencia respectiva. En los casos en que la sentencia fuese absolutoria, debería preparar el recurso de casación.
Respecto al resto de los trámites, debemos apuntar que, una vez practicadas las diligencias precisas para comprobar la existencia del delito, sus circunstancias y responsabilidad de los culpables, se declaraba concluso el sumario, aunque no hubiese terminado la instrucción de las piezas de prisión y de aseguramiento de responsabilidades pecuniarias, elevándose la causa a la Audiencia, con emplazamiento de las partes por término de cinco días. La Sala continuaba la tramitación de dichas piezas si no estuvieren terminadas. Confirmado el auto de terminación de sumario, se comunicaba la causa inmediatamente por tres días al fiscal y después, por igual plazo, al acusador privado si hubiere comparecido. Uno y otro solicitaban por escrito el sobreseimiento, la inhibición o la apertura del juicio.
En este último caso, formulaban, además, las conclusiones provisionales y articulaban la prueba de que intentaran valerse. El plazo de tres días concedido al Ministerio Fiscal sólo se suspendía a instancia de éste cuando se elevaba consulta al fiscal del Tribunal Supremo sobre la procedencia de la pretensión de sobreseimiento y hasta que la consulta fuese resuelta. El término para preparar el recurso de casación por infracción de ley era de tres días, contados desde el siguiente al de la notificación de la sentencia. El recurso de quebrantamiento de forma se interponía en el mismo plazo.
Dentro del término del emplazamiento, que era de diez días, se interponía el recurso por infracción de ley si estuviera anunciado o preparado. Ambos recursos, si se hubieran interpuesto, se sustanciaban conjuntamente en el Tribunal Supremo y los autos se ponían de manifiesto a las partes en los traslados que procedieran. El Alto Tribunal sustanciaba y resolvía estos recursos con preferencia a los demás, excepto los de pena de muerte, aun cuando fuese en el periodo de vacaciones.
Dentro de los cinco días siguientes al de haberse puesto en ejecución la sentencia, en caso de condena o de ser firme la sentencia absolutoria, el Tribunal remitía los autos originales a la inspección especial de los servicios judiciales, a fin de que ésta los examinase y manifestase por escrito, dentro de cinco días, a la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo cuanto se le ofreciera sobre la regularidad en el funcionamiento de los juzgados y tribunales que hubiesen intervenido en cada proceso, observancia de los términos y conducta del personal de justicia. En su vista, dicha Sala tomaba las determinaciones que estimase convenientes dentro de sus facultades, provocaba la acción de los presidentes de los tribunales y de sus Salas de Gobierno para el ejercicio de sus respectivas atribuciones y exponía al Gobierno lo que además estimase procedente.
Aclaró la ley que, cuando se hubieren dictado tres autos de procesamiento por delitos cometidos por medio de la imprenta, grabado o cualquiera otro medio de discursos o emblemas, podía la Sala Segunda del Tribunal Supremo, a instancia del Fiscal del mismo, decretar la suspensión de las publicaciones o asociaciones por un plazo menor de sesenta días, sin que fuese obstáculo al ejercicio de esta facultad el que se promoviera cuestión de competencia después de dictado el tercer procesamiento. Si se dictaban tres condenas por los expresados delitos, cometidos en una misma asociación o publicación, la propia Sala segunda del Tribunal Supremo podía decretar la disolución o la supresión respectivamente de aquéllas.
Finalizaba la norma recordando la aplicación supletoria del Código penal, de la Ley de Enjuiciamiento Criminal del fuero ordinario, de las leyes penales y de procedimientos del fuero de Guerra y del de Marina, quedando derogadas todas las disposiciones penales y de procedimiento en cuanto se opusieran a lo preceptuado expresamente en ella (Artículos 1 al 14 de la Ley de 23 de marzo de 1906).
El Derecho de 18 de Septiembre de 1923
Como es bien sabido, el Directorio Militar tuvo que hacer frente desde su inicio a tres problemas cruciales, relacionados con Cataluña, el orden público y Marruecos (Guerrero, 1978; Quiroga Fernández de Soto, 2000; González Martínez, 2000; Sánchez López y Fernández Paradas, 2014).
Respecto a la cuestión catalana, cabe decir que cuando todavía no se había cumplido la primera semana de Miguel Primo de Rivera en el poder, se inició una campaña represiva contra las manifestaciones desarrolladas en la región. Consecuencia de ello fue la presentación al monarca de un proyecto de decreto en el que quedarían definidos los delitos contra la patria, perpetrados por propaganda separatista, y se determinaría el uso de la bandera única (La Correspondencia de España: diario universal de noticias, 17 de septiembre de 1923). El texto en cuestión se promulgó el 18 de septiembre de 1923 y en él se especificó que los delitos contra la seguridad y la unidad de la patria serían juzgados por tribunales militares (Alejandre, 1984).
En la exposición de motivos del decreto se reconoció que uno de los males que demandaban urgente remedio era la propaganda y actuación separatista que ofendían el sentimiento de la mayoría de los españoles, especialmente de los que vivían en las regiones donde tan grave mal se había manifestado. Para erradicar ese problema se acordó que fuesen juzgados por los tribunales militares los delitos contra la seguridad y unidad de la patria y cuanto tendiese a disgregarla, ya fuese por medio de la palabra o por escrito, la imprenta, medio mecánico, gráfico de publicidad o por cualquier clase de actos o manifestaciones. Se ordenó, asimismo, que no se podría izar ni ostentar otra bandera que la nacional en buques y edificios, que fuesen del Estado, de la provincia o municipio, ni en lugar alguno, sin más excepción que las embajadas, consulados, hospitales o escuelas u otros centros pertenecientes a naciones extranjeras.
A quienes incumpliesen el decreto se iba a aplicar sanciones ciertamente severas. En este sentido, la ostentación de bandera que no fuese la nacional era castigada con seis meses de arresto y multa de 500 a 5.000 pesetas para el portador de ella o para el dueño de la finca, barco, etc. Si, en cambio, se trataba de delitos perpetrados mediante la palabra oral o escrita, la pena ejecutable sería la prisión correccional de seis meses y un día a un año y multa de 500 a 5.000 pesetas. Por su parte, la difusión de ideas separatistas por medio de la enseñanza o la predicación de doctrinas eran punidas con prisión correccional de uno a dos años y el pandillaje, manifestaciones públicas o privadas referentes a estos delitos con tres años de prisión y multa de 1.000 a 10.000 pesetas.
El decreto también incorporó otros comportamientos delictivos como el alzamiento de partidas armadas, castigado con prisión mayor de seis a doce años para el jefe y de tres a seis de correccional a quienes siguiesen formando partida, si el hecho no constituía otro delito más grave; la resistencia a la fuerza pública en concepto de partida, sancionado con pena de muerte al jefe y de seis a doce años de prisión mayor para todos los que formasen la partida. Con las mismas penas señaladas se castigarían los delitos frustrados y las conspiraciones para cometerlos.
En otro orden, el decreto aclaró que las señeras, pendones o banderas tradicionales e históricas de significación patria en cualquiera de sus períodos, guardadas en Ayuntamientos u otras corporaciones, las de gremios, asociaciones y otras que no tuviesen ni se les diese significación antipatriótica, podían ser ostentadas en ocasiones y lugares adecuados sin incurrir en penalidad alguna. Mientras el expresarse o escribir en idiomas o dialectos, las canciones, bailes, costumbres y trajes regionales tampoco eran objeto de prohibición, pero en los actos oficiales de carácter nacional o internacional no podía usarse por las personas investidas de autoridad otro idioma que el castellano, en su condición de oficial del Estado español (Gaceta de Madrid, 19 de septiembre de 1923; El Cantábrico. Diario de la mañana, 22 de septiembre de 1923; García Rivas, 1990; Cuerda-Arnau, 1995; Aguilar Olivencia, 1999; González Calleja, 2008).
Regulación del asunto en el Código Penal de 1928 y derogación temporal con la proclamación de la Segunda República
El primer Código penal del siglo XX reguló la materia dentro del libro segundo: delitos y sus penas; título primero: delitos contra la seguridad exterior del Estado; capítulo primero: delitos contra la patria, incorporando los preceptos de la ley de 23 de marzo de 1906 (Teruel. Diario, 12 de abril de 1928), anteriormente aludida, con la novedad de que se insertarían los delitos de espionaje, de forma similar a otros códigos extranjeros (El noticiero gaditano. Diario de información y de intervención política, 31 de marzo de 1928).
Concretamente, se consideró que quien tomase las armas contra la Patria bajo las banderas de quienes pugnasen por la independencia de una parte del territorio español sería castigado con la pena de veinte años de reclusión a muerte. Mientras que quienes con publicidad, de palabra, por escrito, imprenta, grabado, estampas, tarjetas, alegorías, caricaturas, signos o cualquier otro medio de difusión, gritos o alusiones hicieran manifestaciones ofensivas para la unidad de la patria o ultrajasen a la nación, su bandera, himno nacional u otro emblema de su representación integral serían castigados con la pena de uno a diez años de reclusión (Arts. 230 y 231 del Código penal de 1928).
Con el final de la dictadura el 28 de enero de 1930 empezaron a multiplicarse las voces de quienes reclamaban la amnistía para los condenados por delitos contra la patria conforme a lo establecido en el Código penal. Entre ellos se encontraba el presidente de la Diputación de Barcelona, quien el 11 de marzo de 1930 anunció que tenía previsto viajar a Madrid para tal fin, pues, en su opinión, la mayoría de tales delitos no existieron y que, en el caso de que fracasaran sus gestiones, dimitiría del cargo (El progreso. Diario republicano, 11 de marzo de 1930, El Luchador. Diario republicano, 11 de marzo de 1930). Dos días más tarde se produjeron en Tarrasa graves incidentes durante la celebración de una manifestación, donde también se exigió la amnistía para los condenados por estos delitos (La prensa. Diario republicano, 14 de marzo de 1930).
Estas presiones obtuvieron el resultado pretendido, pues el 15 de abril se publicó un decreto de la Presidencia del Consejo, concediendo una ampliación a la anterior amnistía, que incluía a los delitos contra la patria. En su preámbulo se dijo que el Gobierno concedía el indulto total de las penas impuestas hasta el día de la publicación por cualquier tribunal y por delitos de carácter político. Además, quedaban indultados los catalanistas que sufrían condena o se hallasen expatriados, como era el caso de Maciá (El Luchador. Diario republicano, 15 de abril de 1930; El pueblo. Diario republicano de Valencia, 17 abril de 1930).
Por último, con la proclamación de la II República, se produjo la derogación de toda la anterior normativa, a raíz de la promulgación del decreto de 18 de mayo de 1931, dado por el Gobierno provisional (Gaceta de Madrid, 19 de mayo de 1931), aunque eso no supuso que dejase de emplearse la expresión “delitos contra la Patria”.
Así sucedió, por ejemplo, en el Consejo de Ministros celebrado el 5 de septiembre de 1934 cuando el titular de Gobernación relató con detalle los hechos protagonizados por parlamentarios vascos y catalanes en distintas poblaciones de las costas de Guipúzcoa y Vizcaya, que culminaron en Guernica, donde “fue menospreciada y ofendida la Patria, dándose innumerables mueras a España” y elogió a los gobernadores de aquellos territorios, ya que ambos lograron imponer el principio de autoridad e impedir la celebración de asambleas ilícitas (Las Provincias: diario de Valencia, 5 de septiembre de 1934; La Voz. Diario gráfico de información, 6 de septiembre de 1934).
La Ley de Resonsabilidades Políticas de 9 de Febrero de 1939
Tras el paréntesis que supuso la II República sobre este asunto, volvemos a encontrar una mención al respecto en la base 3ª del libro II del proyecto de Código penal de 1939, donde se estableció que serían castigadas las asociaciones encaminadas a la subversión violenta del Estado, a atacar la unidad de la Nación y a realizar actuaciones separatistas. Se penaría, asimismo, todo género de propagandas de tipo subversivo, antipatriótico o separatista (Lasso Gaite, 1970).
Junto al proyecto de Código penal, merece especial atención la ley de 9 de febrero, también del año 1939, conocida como ley de responsabilidades políticas (BOE 14 de febrero de 1939; El Imperio: Diario de Zamora de Falange Española de las J.O.N.S, 15 de febrero de 1939; El avisador numantino. Periódico de intereses generales y noticias, 15 de febrero de 1939; Heraldo de Zamora: diario de la tarde. Defensor de los intereses morales y materiales de la provincia, 16 de febrero de 1939), con la que el flamante régimen quiso justificar la sublevación militar y la guerra civil (Álvaro Dueñas, 1990).
En este sentido, se declaró la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas, que desde el 1 de octubre de 1934 (Vilanova i Vila-Abadal, 1998) y antes del 18 de julio de 1936 contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo el orden en España y de aquellas otras que, a partir de la segunda de dichas fechas, se hubiesen opuesto al “Movimiento Nacional” con actos concretos o pasividad grave.
Fueron competentes, con exclusión de cualquier otra jurisdicción, el Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas, la Jefatura Superior Administrativa; los Tribunales Regionales, los Juzgados Instructores Provinciales, las Audiencias y los Juzgados civiles especiales.
A tal fin, dependiente de la Vicepresidencia del Gobierno, se creó el Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas, integrado por un presidente (Álvaro Dueñas, 1999), dos generales o asimilados del Ejército o de la Armada, dos consejeros nacionales de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S., que eran abogados, y dos magistrados de categoría no inferior a magistrado de Audiencia territorial. De ellos, un general, un consejero nacional y un magistrado eran titulares y los otros tres suplentes, no pudiendo el tribunal constituirse válidamente cuando dejase de concurrir el titular o el suplente respectivo de alguna de las clases expresadas. Todos los miembros del tribunal eran de libre nombramiento por el Gobierno, el cual también designaba vicepresidente a uno de los vocales titulares, que era sustituido por su suplente cuando tuviese que ocupar la presidencia (arts. 17 al 19).
La Ley de 29 de Marzo de 1941 para la Seguridad del Estado
La misma introdujo diversas modificaciones en el Código penal, agravando la penalidad consignada para el delito de separatismo. En su exposición de motivos se indicó que su finalidad era “suplir las deficiencias de nuestra vigente legislación, que vienen siendo preocupación constantemente reclamada de los Tribunales de Justicia, que actualmente indotados en muchas materias de esta disposición del instrumento legal que consideran necesario al cumplimiento de su función”.
Dentro del capítulo primero “Delitos contra la seguridad exterior e interior del Estado y contra el Gobierno de la Nación”, se estableció que el español que tomare las armas contra la patria bajo banderas separatistas sería castigado con la pena de muerte si obrare como jefe o promovedor o tuviere algún mando, aunque fuese subalterno o estuviere constituido en autoridad y con la de quince a treinta años de reclusión en los demás casos. Si se trataba de un español que dentro o fuera del territorio de la Nación reclutase gentes, suministrase armas u otros medios eficaces para hacer la guerra a España bajo banderas enemigas, sediciosas o separatistas serían castigados con la pena de muerte (art. 1 de la ley de 29 de marzo de 1941; Corral Maraver, 2015).
Si el delito fue perpetrado por un extranjero que se hallare en España o se hubiese conseguido su extradición, sería castigado con la pena de quince a treinta años de reclusión. En casos de excepcional gravedad podría imponerse la pena de muerte. A quienes incitaban a otros a la comisión de este tipo de delitos se les castigaba con la pena de seis años y un día de prisión a veinte de reclusión (arts. 4 y 5).
La ley estableció una pena específica para quienes, de forma diversa de la aludida anteriormente, atentasen contra la integridad de la Nación española o la independencia de todo o parte de su territorio bajo una sola representación de su personalidad como tal Nación. En este caso concreto, debían ser castigados con la pena de cinco años de prisión a quince de reclusión (art. 7).
Quienes públicamente, por medio de la prensa, radio, cine, multicopista o de cualquier otro medio de difusión provocase la ejecución de alguno de los delitos mencionados, por el solo hecho de la provocación, debía ser castigado con la pena de doce años y un día a veinticinco de reclusión. Mientras que la apología de estos delitos y la de los culpables se penaba con prisión de tres a nueve años (art. 15).
Los tribunales, apreciando las circunstancias del delincuente y especialmente su situación económica, podían imponer para todos los delitos aludidos, además de las penas que le estaban especialmente señaladas, una multa de cinco mil a quinientas mil pesetas y la inhabilitación de cinco a veinte años (art. 16).
Por su parte, los ultrajes a la Nación española o al sentimiento de su unidad, así como a sus símbolos y emblemas se penaban con prisión de uno a cinco años. Si tuvieron lugar con publicidad, con prisión de cinco a diez años. Los ultrajes encubiertos se castigaban con pena de seis meses de arresto a dos de prisión y si tuvieron lugar con publicidad, prisión de tres a seis años. Los culpables de estos delitos eran también condenados a inhabilitación para el ejercicio de cargos y funciones públicas durante un período de dos a diez años (art. 27; Liarte Alcaine, 2010).
La ley también se ocupó del español que fundase, organizase o dirigiese dentro o fuera del territorio nacional, asociaciones o grupos constituidos para atacar en cualquier forma la unidad de la nación española o para promover o difundir actividades separatistas. Cualquiera que eso hiciese sería penado con seis años de prisión a quince de reclusión y los meros partícipes con prisión de uno a cinco años. Además, deberían sufragar una multa de diez mil a cien mil pesetas.
También quedó prohibida la propaganda de todo género realizada en cualquier forma, dentro o fuera de España, encaminada a atacar la unidad de la Nación o a promover o difundir actividades separatistas. Sus autores serían penados con prisión de tres a doce años y multa de diez mil a cien mil pesetas. En el supuesto de tratarse de una pública apología de los hechos atentatorios a la unidad de España, realizada dentro o fuera del territorio nacional, la de sus autores o la de las ideas separatistas, se irrogaba igual pena y una multa de cinco mil a veinticinco mil pesetas. Si además la propaganda se cometió con abuso de funciones docentes, las penas se imponían en su mitad superior, inhabilitándose perpetuamente a los culpables para el ejercicio de aquéllas (arts. 32 a 34).
Las actividades separatistas podían ser penadas con la pérdida de la nacionalidad española, sin perjuicio de las sanciones que correspondiesen conforme a las circunstancias que concurrieron en la comisión delictiva (art. 40).
Concluía la ley ratificando la competencia de la jurisdicción
militar con arreglo a sus propios procedimientos para perseguir
y castigar estos comportamientos separatistas (art. 69). Aunque
esto fue algo provisional, ya que el 19 de febrero de 1942 se
acometió una reforma por medio de la cual las funciones que la
ley de 9 de febrero de 1939 asignó a los tribunales regionales
de responsabilidades políticas pasaron a las Audiencias
provinciales en su régimen y composición ordinarios. Por su
parte, las que atribuyó a los Juzgados Instructores Provinciales
y a los Juzgados civiles especiales pasaron a los Juzgados de
Instrucción y Primera Instancia ordinarios, según su distinta
índole, dentro de la respectiva jurisdicción territorial de
aquéllas, salvo en los casos de Bilbao, Málaga y Cádiz (art. 5
de la ley de 19 de febrero de 1942).
El Código Penal de 1944
Incorporó la ley para la seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941 (Rodríguez Ramos, 1973, Rodríguez Devesa, 1976), dedicando varios artículos al asunto que nos ocupa dentro del capítulo primero (Delitos de traición), título primero (delitos contra la seguridad exterior del Estado), libro II (Delitos y sus penas). Así, indicaba que el español que, dentro o fuera del territorio de la Nación, reclutase gente, suministrase armas u otros medios eficaces para hacer la guerra a España bajo banderas enemigas, sediciosas o separatistas, o para atentar contra la seguridad del Estado en cualquiera otra forma sería castigado con la pena de reclusión mayor a muerte (Apartado 3º del art. 121 del Código penal de 1944; Teruel Carralero, 1963).
También castigaba con la pena de reclusión mayor a muerte al español que tomase las armas contra la Patria bajo banderas enemigas, sediciosas o separatistas, si obrase como jefe o promotor o tuviera algún mando, aunque fuese subalterno o estuviese constituido en autoridad. En los demás casos, sería castigado con la pena de reclusión menor. Se imponía idéntica pena al español que, dentro o fuera de la Nación, suministrase a las tropas enemigas, sediciosas o separatistas, caudales, armas, embarcaciones, aeronaves, efectos o municiones de boca o guerra u otros medios directos y eficaces para hostilizar a España.
Finalmente, indicaba que los ultrajes a la nación española o al sentimiento de unidad, así como a sus símbolos y emblemas se castigarían con la pena de prisión menor y, si tuvieran lugar con publicidad, con la de prisión mayor (Arts. 122 y 123 del Código penal de 1944; Yáñez Román, 1973).
Consideró ilícitos los grupos o asociaciones, constituidos dentro o fuera del territorio nacional para atacar en cualquier forma la unidad de la Nación española o promover o difundir actividades separatistas. Además de otras penas, se imponía a sus autores una multa entre diez mil y cien mil pesetas (art. 217.3), que, tras la reforma de 1963, osciló entre diez mil y quinientas mil pesetas.
Castigó con la pena de prisión mayor a quienes, en forma diversa a la señalada, atentasen contra la integridad de la Nación española o la independencia de todo o parte del territorio bajo una sola representación de su personalidad como tal Nación.
En lo relativo a las propagandas ilegales se castigaban con las penas de prisión menor y multa de diez mil a cien mil pesetas a quienes realizasen las mismas de todo género y en cualquier forma, dentro o fuera de España, para atacar la unidad de la Nación española o promover o difundir actividades separatistas. Tras la reforma de 1963, la multa se hizo oscilar entre diez mil y quinientas mil pesetas.
Por propaganda se entendía la impresión de toda clase de libros, folletos, hojas sueltas, carteles, periódicos y de todo género de publicaciones tipográficas o de otra especie, así como su distribución o tenencia para ser repartidos, los discursos, la radiodifusión y cualquier otro procedimiento que facilitase la publicidad. Cuando las propagandas se realizaban con abuso de funciones docentes, además de las penas señaladas, se imponían la inhabilitación especial para el ejercicio de dichas funciones (apartado 3º del artículo 252 del Código penal de 1944).
Los tribunales, apreciando las circunstancias del delincuente y especialmente su situación económica, podían elevar para todos estos delitos la multa hasta quinientas mil pesetas. Asimismo, los jueces podían imponer la pena de inhabilitación absoluta o especial (art. 252 del Código penal de 1944).
El Tribunal Supremo aclaró que el delito de propaganda ilegal estaba compuesto por varios elementos: por las publicaciones o, simplemente, por la mera tendencia o posesión para repartir; por el elemento subjetivo o espiritual, consistente en el animus diffundendi del agente, con la finalidad de lograr alguno de los objetivos concretos incorporados en la tipicidad y delimitados en los apartados contenidos en el precepto sancionador, con independencia de que se alcanzasen o no, los cuales prohibían en su conjunto atentar contra los intereses nacionales y el orden estatal, siendo necesario que dichos actos fuesen susceptibles o tuviesen entidad suficiente para conseguir esos objetivos (STS de 22 de octubre y 2 de noviembre de 1973; 18 de marzo, 24 de abril, 2 de mayo y 24 de junio de 1974 y 14 de enero de 1975).
La regulación del asunto se mantuvo así hasta la entrada en vigor de la ley 23/1976 de 19 de julio sobre modificación de determinados artículos del Código Penal, relativos a los derechos de reunión, asociación, expresión de las ideas y libertad de trabajo.
En la exposición de motivos se recordaba la íntima conexión de este delito de propaganda ilegal con el de asociación ilícita. Por tal motivo, se estimó que la revisión de éste debía producirse paralelamente con el de aquél “para conservar la coherencia entre ambos”. Eso supuso que eliminara la enumeración que contenía hasta entonces el art. 251, cambiándola por una referencia a los fines consignados en el número tercero del artículo 172.
A partir de entonces, se castigó con las penas de arresto mayor y multa de diez mil a quinientas mil pesetas a quien realizase propaganda de todo género y en cualquier forma dentro del territorio nacional o fuera de él, si se tratase de españoles, con el fin de realizar o proyectar un atentado contra la seguridad del Estado, perjudicar su crédito, prestigio o autoridad o lesionar los intereses u ofender la dignidad de la Nación española. Dentro de propaganda se incluyeron la impresión de toda clase de libros, folletos, hojas sueltas, carteles, periódicos y todo género de publicaciones tipográficas o de otra especie, así como su distribución o tenencia para ser repartidos, los dibujos o escritos en paredes, vallas o edificios, los discursos, la radiodifusión u otro procedimiento que facilitase su publicidad.
Como ya sabemos, los tribunales, en atención a las circunstancias y gravedad de los hechos, podían imponer la pena privativa de libertad superior en un grado a la anteriormente señalada, como también la de inhabilitación especial (BOE de 21 de julio de 1976).
La Cuetión Tras el Final de la Dictadura Franquista y Hasta la Actualidad
Nuestra actual Constitución de 1978 no especifica el espacio que merece la condición jurídica del territorio de España, a diferencia de otros textos previos como la Constitución de 1812 (art. 10), el Proyecto de Constitución Federal de la Primera República de 1873 (art. 1) o la Constitución de 1931 (art. 8). En cambio, sí que encomienda con claridad en su artículo 8 a las Fuerzas Armadas garantizar la soberanía e independencia y defender la integridad territorial y el ordenamiento constitucional (Lafuente Balle, 1992; Fernández Segado, 1995; Mangas Martín, 2016).
Finalizamos estas líneas aludiendo a la vigente Ley Orgánica 5/2005 de 17 de noviembre de Defensa Nacional, promulgada conforme a lo previsto en el artículo 8.2 y al ejercicio de la competencia establecida en el artículo 149.1. 4ª de la Constitución. En su artículo 15.1 se recuerda que “las Fuerzas Armadas tienen atribuida la misión de garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional” (López Ramón, 2007).
Conclusiones
Como hemos expuesto, desde principios de la centuria pasada se promulgó una ingente cantidad de normas con las cuales se pretendió atenuar los perniciosos efectos que para la integridad territorial española mostraron los incipientes nacionalismos que empezaron a surgir en algunas regiones. En todo este proceso, contó con un protagonismo fundamental el Ejército, cuya jurisdicción especial estuvo al servicio del Estado para procesar y condenar a todas aquellos individuos que perpetraron comportamientos separatistas.
Así quedó consagrado en la ley de 23 de marzo de 1906, conocida como ley de jurisdicciones, y que se confirmó durante la dictadura de Primo de Rivera a través de los decretos de 18 de septiembre de 1923 y 17 de marzo de 1926, como también en el Código penal de 1928, que incorporó los preceptos de la referida ley de 1906. Dejando al margen la excepción que supuso la proclamación de la II República, el final de la Guerra Civil y el comienzo del periodo franquista determinó que nuevamente la jurisdicción militar fuera decisiva en la persecución de este tipo de conductas, como se reflejó en la ley de Responsabilidades Políticas de 9 de febrero de 1939, la ley para la Seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941 y el Código penal de 1944.
Como es obvio, toda esta legislación fue derogada con la apertura del periodo democrático y con la promulgación de nuestra actual Constitución de 1978, que concede al Ejército un papel crucial en la defensa de la integridad territorial. Algo que se corrobora en el articulado de la vigente ley de Defensa Nacional del año 2005.